Olfato literario

Por: Ricardo Gil Otaiza

Lo he apuntado en estas páginas: no me formé en el aspecto literario en una universidad. No obstante, sin pretenderlo siquiera, llevé en paralelo la carrera académica como profesor universitario y la literaria, y ambas se nutrieron y amalgamaron hasta convertirse en una sólida estructura artístico-conceptual con diversas aristas o variables. En este sentido, me hice escritor no por manuales, ni mucho menos por talleres, sino escribiendo, ensayando temas y géneros, como quien se lanza al agua sin saber nadar, pero con la intuición propia de quien echa brazadas para no ahogarse, y a la final sale a flote.

En mis comienzos leí como un desquiciado todo lo que caía en mis manos, no discriminaba en género ni en autor. No me importaba si el texto que tenía en mis manos era una obra de la alta literatura, o si se trataba de un popular best seller (es más, no sabía sus límites ni sus diferencias), lo que me importaba era el gozo que recibía de aquellas páginas, lo que me contaban aquellos libros, las emociones que sentía al leerlos, y los inquietos mundos que visitaba en sus brazos. Por suerte, la “intuición” me llevaba de un autor a otro, de un libro a otro, y como quien saborea muchos platos en un gran festín pantagruélico, poco a poco fui afinando el “paladar”, hasta asumir un criterio estético que orientaba mis propias y solitarias búsquedas.

Recuerdo que mi esposa y yo teníamos de amigo a un viejo sacerdote católico, muy querido en nuestra ciudad: uno de esos sabios y eruditos que pasan sin mucha gloria académica en nuestro medio, a pesar de llevar sobre sí todo un universo qué contar. En una oportunidad nos encontramos con el padre en una fiesta de un bautizo, en la que las bandejas de diversos platos volaban sobre nuestras cabezas, aunque sin mucho estómago para probar todas aquellas exquisiteces. Al ver disfrutar al anciano sacerdote de cada bandeja, nuestra cara no podía ocultar el asombro, y fue entonces cuando con una sonrisa pícara nos dijo sin sonrojarse: “en la vida hay que comer de todo, porque es la única manera de saber cuándo estamos frente a un manjar”. En ese preciso instante comprendí lo que yo hacía desde mucho tiempo atrás en el plano de lo literario. Y me dije sin expresarlo: “¡claro!, el haber leído de todo me permitió sopesar en su justa dimensión lo bueno de lo malo”. Mi olfato se fue afinando hasta llegar a discernir qué camino tomar.

De lo más esencial de las letras a mi alcance, di el salto a los clásicos greco-latinos, españoles y latinoamericanos. Si bien con la mayoría de ellos tuve qué vérmelas por su complejidad y por mi falta de formación en el área, poco a poco fui adentrándome sin tantas frustraciones. Bueno, las propias de un hombre dividido entre su casa (esposa e hijas), la universidad, la farmacia, sus padres, y la vida misma. Es decir, una inmensa responsabilidad.

Por supuesto, no soy tan cabeza cuadrada como para no orientarme además por la crítica literaria que leía con avidez en la prensa nacional, en los suplementos, en las ferias de libros y en las bienales literarias que aquí se celebraban con gran pompa. Fueron los tiempos de las amistades literarias, de los colegas escritores con quienes compartía lecturas y experiencias, de los intercambios epistolares (en papel, no había llegado aún la era digital), de la permuta de libros con escritores venezolanos y del extranjero. Fue la época de mi incursión en la prensa regional como columnista, y pocos años después en la nacional, en cuyos textos hacía reseña y crítica de libros. Mis textos literarios respondían a una cabal lectura del libro reseñado, jamás osé hablar de una obra sin leerla (como hacían muchos por ahí). Esas páginas en la prensa fueron en realidad mi gran escuela, ya que sistematizaron mi pensamiento, educaron mis gustos y mi olfato original, me llevaron a estudiar cada obra, a documentarme, a buscar textos académicos, a tomarse muy en serio aquello de ser literato.

Pronto comencé a publicar libros, a cotejarme con otros autores, a empeñarme en hacer crecer mi obra (hasta el momento he publicado 36 libros en distintos géneros literarios, y tengo unos cuantos inéditos), en dictar talleres de escritura. Los talleres de ensayo y de narrativa que dicté para mi universidad, me enseñaron mucho, me interpelaron frente a otros con las mismas ansias lectoras y de escritura, me permitieron afinar técnicas, abrir mis ojos y mis oídos frente a un mundo que bulle y que a cada instante te entrega mil historias para contar. Los talleres me empujaron a estudiar literatura, adentrarme en corrientes y escuelas, a poner en marcha técnicas aplicadas por mis antecesores, así como las que a mí, de manera empírica, me habían servido para escribir una obra.

He sido un lector y un escritor voraz. Leía y escribía sobre todo de noche, cuando regresaba de mis largas jornadas de trabajo en la universidad y en la farmacia. Muchas veces pasé de largo hasta el amanecer, y me marchaba otra vez a mi trabajo académico. Así durante muchos años. No me arrepiento de todo aquello, pero hoy ya no lo haría. Soy un autor y un lector más reposado, y aprendí que no por mucho madrugar amanece más temprano. Hoy ya no escribiría tantos libros, y sería más selectivo con mis lecturas, pero eso solo lo da la experiencia, y la experiencia la dan los años. Todo un bucle recursivo.

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