La palabra, poderosa arma

Por: Ricardo Gil Otaiza

Muchas cuestiones encabezan los ránquines del interés planetario, y en ese gran espectro de posibilidades, hallamos cuestiones tan monstruosas como la guerra, la venta de armas, el tráfico de drogas ilícitas, la trata de personas, el hambre en muchos países, la diáspora por cuestiones políticas, la destrucción del medio ambiente, y paremos de contar. Todo esto, como se supone, pone los pelos de punta, y nos lleva a múltiples reflexiones que deberían empujarnos a intentar mejorar nuestro pequeño espacio, o nuestra burbuja personal. Soy de los que piensan que si nosotros cambiamos e intentamos mejorar nuestro ámbito familiar, social y laboral, el mundo podría ser otro. No descubro el agua tibia al afirmar que el mundo está muy mal, y las probabilidades de que sea aún peor son elevadas.

Empero, a mi edad soy un convencido del enorme influjo que implica la palabra, y su fuerza avasallante. Resulta inaudito entonces, que siendo ella una herramienta tan importante, hasta el punto de denominársele “poderosa arma”, su noción no esté incluida entre los grandes intereses planetarios, y pase sin pena ni gloria siendo uno de los motores que mueven al mundo. Tanto es así, que con la palabra podemos construir verdaderos paraísos terrenales, pero también hundir a los otros en la oscuridad del averno.

Es tan decisivo en nuestras vidas el manejo de la palabra, que cuando el presidente de una potencia hace un uso inadecuado de ella, echando mano del insulto y la descalificación, o anunciando de manera inadecuada y torpe una medida política de alcance global, de inmediato se encienden las alarmas y las luces rojas, y todo ello se traduce en la estrepitosa caída de las bolsas de valores, en la preparación del arsenal militar por parte de los potenciales implicados, en la elevación de los precios del petróleo ante una posible escasez, o en el cese del flujo de energía de una región a otra, con sus inevitables consecuencias (y sufrimiento) para todo el planeta.

Lo arriba expresado lo vemos hoy con meridiana claridad en el contexto de la cruel agresión de la Rusia de Putin contra Ucrania, y su enfrentamiento con los países de la OTAN. Todo ello ha derivado en una crisis económica que golpea a todos y en la resucitación de la denominada Guerra Fría, que pone al mundo contra la soga, así como entre dos inmensos y peligrosos bloques de poder político y nuclear, que podrían desatar en cualquier instante una hecatombe (el famoso botón rojo del que se nos hablaba décadas atrás, y que fuera musa para escritores y cineastas del género del horror).

La palabra ha sido y es la clave en el devenir humano. Cuando leemos textos clásicos como la Biblia, la Ilíada y la Odisea, entre otros, nos horrorizamos al percatamos de que todo ese drama humano descrito en prosa o en poesía (bien por inspiración de Dios o de algunos autores) es producto de la palabra utilizada como arma de guerra; como fuente de dominación y de conquista. Amor y odio, lealtad y traición, obediencia y desobediencia, guerra y paz, todo obedece a la intencionalidad de una palabra proferida para alcanzar unos fines.

La palabra no es inocente y responde a un pensamiento que la articula en pos de unos objetivos, de allí su importancia. Cuando se escribe un libro y se echa mano del lenguaje, todo responde a un mensaje codificado, que deberá ser internalizado e interpretado desde su experiencia por quien lee. Un discurso, si bien es una lúcida herramienta retórica de la inteligencia y del arte de la escritura (Borges solía afirmar que el discurso es el género literario más elevado), busca mover emociones en quienes lo escuchan. No es una casualidad, que luego de una arenga dada por un político astuto, sagaz y bien dotado en oratoria, las masas exaltadas hayan cometido crímenes y atrocidades, que bien ha sabido guarda la memoria de la humanidad como quiebres de tiempos históricos y ominosos cruces de caminos.

Si la palabra es tan poderosa, no se comprende entonces el que no le prestemos la debida atención, si queremos de verdad producir profundos cambios en nuestras vidas. En este sentido, nos preparamos desde muchas aristas, y articulamos estrategias para alcanzar importantes objetivos. Sin embargo, dejamos la palabra al voleo, como salga, sin sopesar con objetividad lo que ella podría significar para nosotros, de precisarla con atención y seriedad. Ahora bien, la palabra hay que cultivarla; no es cuestión de dejarla a la libre. Su cultivo requiere mucho de nosotros: largas horas de lectura activa (diccionario y libreta de notas a la mano), y de persistente práctica.

Claro, sabemos que hay líderes natos que echan mano de la facilidad que tienen para expresar sus ideas, pero con todo y haber nacido con el talento natural de poder llegar a las masas, lo líderes positivos se preparan, se esfuerzan para elevar sus discursos a cimas de excelencia. Entre nosotros tuvimos a grandes oradores que cambiaron nuestra historia, pero cuando los estudiamos nos percatamos de que no se contentaron con lo que tenían, sino que buscaron amueblar su pensamiento y, con él, cómo lo expresaban. Rómulo Betancourt, Andrés Eloy Blanco, Rafael Caldera, Jóvito Villalba y Carlos Andrés Pérez, entre otros, son claros ejemplos. El mundo recuerda a Lincoln, Churchill, Gandhi y Luther King, quienes con la palabra torcieron para bien la línea de la historia.

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