La invasión de Piglia

Por Ricardo Gil Otaiza

Echo de menos al autor argentino Ricardo Piglia (Adrogué, 1940 – Buenos Aires, 2017), sin duda un verdadero clásico contemporáneo, quien desde el trabajo disciplinado fue haciendo lentamente un camino que lo llevó tarde al reconocimiento literario. Y digo tarde porque su obra era objeto de admiración por parte de sus paisanos y de cientos de lectores desperdigados en disímiles contextos de América Latina y de Europa, y así pasó mucho tiempo (décadas), en estado de ominosa y a la vez prometedora latencia, hasta que fue descubierto por Jorge Herralde de Anagrama, y es a partir de entonces cuando el rumor a mil voces se hizo portento y consagración, premios y ediciones de todas sus anteriores obras, textos antológicos y compilatorios de lo que se había escrito sobre él, entrevistas para los medios y ruido mediático.

De pronto la fama tomó a Piglia por sorpresa, y fue avasallado por ella, empujado a publicar porque sí, a hablar en contextos académicos, a visitar universidades dentro y fuera de la Argentina, a erigirse en la luminaria que jamás olvidó sus inicios, que nunca negó sus raíces ni sus influencias (Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges), el hombre del discurso fluido y contagioso, salpicado de erudición y de gracia, conocedor como pocos de la literatura de este lado del mundo, ávido lector de clásicos y de contemporáneos, gran conversador, estudioso y atento hasta el vicio, de prosa certera y contundente, magnífico cuentista y escritor de aforismos, de sentencias y de textos breves (en lo que fue un auténtico maestro), también de novelas y de ensayos, orador de verbo incisivo y agudo cuya mirada en su amplio espectro buscaba en el pasado los referentes, oteaba el futuro inmediato y se hacía presente en el ahora para vivir con intensidad y ganas.

Del tocayo Piglia atesoro más de media docena de títulos, que amalgaman lo mejor de su obra, que muestran la destreza discursiva y la calidad de su prosa, que nos llevan a conocer a su país y a la América Latina profundas, hechas de escarnio y de violencia, de fantasía y de rumor de promesas incumplidas, de hombres y mujeres llevados a destinos innecesarios y crueles, pero que siguen creyendo en la posibilidad de un cambio, de una ruptura con el pasado, pero que languidecen en la pobreza, en la medianía de una realidad lindante entre la verdad y la fábula, que son objeto de injusticias y de pésimos gobiernos, de agresiones y de escarnio; de la dureza de unas condiciones que hacen de ellos héroes y heroínas sin retorno.

De entrada cayó en mis manos una belleza de libro, se trata de El último lector (2005), en el que Piglia hace gala de sus dotes de ensayista, de memorialista y de lector apasionado y febril, que nada oculta, que todo incluye desde un portentoso aparato crítico, que no entorpece la lectura, sino que se erige en sustento de una visión literaria totalizadora, plena de referentes y de anécdotas, que se puede leer como si de una estupenda novela se tratara, sin dejar de ser pensamiento y lucidez forjados desde el estudio y la experiencia de un escritor de muy alto vuelo intelectual, y de una pasión libresca y del lenguaje rayana con la locura.

Pronto llegó a mis manos gracias a una librería de viejo, una pequeña joya: Formas breves (2000), que conjunta prosa breve, ideas decantadas con el tiempo acerca de muchas cuestiones, pero que en este tomo se transforman en belleza estilística, en recuerdos de autores conocidos, en experiencias lectoras que lo llevaron a ser el escritor que fue. Hay en este libro sentencias, destellos, iluminaciones, frases perfectas, notas literarias en una suerte de Diario, sus ideas en torno de algunos géneros, Borges siempre (del que llegó a ser un experto), mínimos relatos, textos autobiográficos, experimentalismo y también pequeñas crónicas y ensayos.

Sin percatarme siquiera me llegaron en tropel, en una suerte de invasión literaria, otros de sus libros, y fue así como me interné en su cuentística y novelística. Cito sin orden ni concierto, tal y como llegaron a mis manos: Plata quemada (2000), Prisión perpetua (2007), Blanco nocturno (2010), con la que ganó el “Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos” en el 2011, El camino de Ida (2013), La ciudad ausente (2003) y la Invasión (2006). Ya en el 2008 había caído en mis manos un grueso tomo compilatorio de la crítica literaria recibida por el autor, así como algunos estudios sobre su obra, titulado El lugar de Piglia (2008), en edición de Jorge Carrión para Candaya de España, que ofrece magníficos aportes para la comprensión del autor y de su obra.

Murió prematuramente Ricardo Piglia, en pleno apogeo de su capacidad creadora, cuando más esperábamos de él, abrumado por los problemas económicos, cercado por sus demonios y angustias existenciales. Nos legó una gran obra que es fuente permanente para el estudio académico en universidades e institutos, así como eje de atracción de viejos y nuevos lectores de su prosa, que auscultamos en ella con avidez las claves, los focos de contacto entre su mundo y la realidad, sus nuevos derroteros literarios y estilísticos, y la magia de sus ficciones. Fue un maestro de la lengua, nada luce fuera de lugar, sus textos quedan como emblemas de una visión totalizadora de una escritura que buscó puntos de fuga en el universo literario de sus maestros, a quienes honró hasta el final.