Por: Ricardo Gil Otaiza.
Leo como enajenado mental todo lo que cae en mis manos, brinco de un lado a otro, salto de uno a otro autor, abro los libros por la mitad y leo hacia atrás, o desde el final hacia el comienzo. Es decir, con el tiempo he aprendido a ser menos rígido con las lecturas, y tomo de ellas lo que me gusta o requiero por cualquier circunstancia. Busco mucho en cada texto y quizá se deba a esa indagación permanente el que no me quede quieto en un solo libro. Me aburro con facilidad cuando el libro es muy extenso y eso hace que tenga muchos libracos a mitad de camino. Tomo notas, indago en los diccionarios, reflexiono en torno a lo leído y hasta corrijo a los autores (eso no quiere decir que no tenga gazapos en mis escritos: por montones, aunque procuro a toda costa una escritura limpia y depurada).
Soy maniático con aquellos autores que me gustan, y vuelvo a ellos con bastante frecuencia. No sé, tal vez sea cuestión de estilo personal, pero prefiero leer mil veces algo archiconocido, que adentrarme en nuevas experiencias literarias. Claro, han influido mucho las decepciones que me he llevado a lo largo del tiempo con los “recomendados” (sobre todo por las mismas editoriales) y considero que con los clásicos estamos seguros. No me refiero sólo a los clásicos de autores desaparecidos, que es como llover sobre mojado, sino a los clásicos contemporáneos, cuya secuencia de su obra me plazco en seguirle a muchos. La cuestión no es fácil, porque he tenido que deslastrarme de los factores de la mercadotecnia y seguir mi propio olfato.
Debo reconocer que con los clásicos contemporáneos me he llevado más de un desencuentro, porque percibo que muchos de esos libros comienzan a brotar, no por ese empuje natural que nace por la explosión de una cantera, sino por las fuerzas de un mercado que es capaz de comprar todo, hasta las conciencias. Cuando percibo que un autor comienza a repetirse y ha encontrado la “fórmula” que le permite publicar libros como quien prepara churros, simplemente me aparto de su nueva producción y me aferro a lo mejor de su obra.
Esas mismas fuerzas del mercado editorial, de las que hablaba anteriormente, presionan a los autores por consagrarse o a los ya consagrados para que escriban ladrillos, bodrios, testamentos literarios que muy pocos leen y las más de las veces permanecen dormidos en los estantes a la espera de la conmiseración de los dichosos coleópteros. Por ejemplo, en los más importantes certámenes literarios una de las exigencias de mayor “calibre” es la extensión de los libros, como si sólo en la cantidad de páginas pudiera sopesarse la valía de un escritor. Puede que esté equivocado —¿quién no?—, pero continúo apostando por la literatura breve, porque en ella he descubierto la esencia y la magia del arte de escribir de grandes autores.
Tal vez mis reticencias con los libracos nazcan de mi incapacidad de leer libros demasiado extensos (ni se diga escribirlos), o —mejor dicho— de mantener en ellos mi atención por tan largo tiempo. Me aburro muchísimo, aunque la obra sea estupenda y muy prometedora. Es decir, me fastidia el hecho de tener un mismo libro tanto tiempo en mis manos. Soy un gran impaciente. Es por esta razón que los leo por trocitos y cuando regreso a ellos me he olvidado de la trama y tengo que comenzar otra vez. ¡Todo un círculo vicioso! Lógicamente, eso me angustia, me estresa, porque mi naturaleza mental exige terminar o cerrar los procesos que he comenzado, y cuanto antes mejor. Disfruto los buenos libros, y sin son cortos, ¡eureka!, porque mi atención se ha concentrado con todas sus fuerzas y ello me permite captarlos y sacar el máximo provecho.
Paradójicamente, apuesto por la totalidad en la literatura. Considero que el autor tiene que esforzarse porque sus textos sean simples dentro de su propia complejidad. He leído textos magníficos en las últimas semanas y en ellos he atisbado esta totalidad de la que les hablo. El testigo, de Juan Villoro, constituye en este sentido una magnífica novela, que abarca en su plena extensión muchos mundos, muchas posibilidades estéticas. A pesar de mi pereza por los libros extensos hallé en esta obra de Villoro (con 470 páginas a cuestas) una riqueza pocas veces vista en autores contemporáneos. Doctor Pasavento, de Vila-Matas, es también una magnífica novela, centrada en una vieja obsesión de su personaje (el autor, queda claro) de desaparecer, de pasar inadvertido, en una suerte de metafísica de la autodestrucción muy propia de autores consagrados, que buscan escapar de ese cerco mediático que les cercena sus posibilidades de seguir siendo personas.
Con estos dos ejemplos intento romper cualquier falsa impresión de parte de algún lector desprevenido, en cuanto a una descalificación de mi parte de los libros extensos. No. Sería absurdo y ridículo pensarlo y muchos menos expresarlo. Se trata de mis preferencias estéticas como lector y como autor. Tal vez, concluyo, sin concluir nada de lo dicho, esa vertiginosidad de nuestros días hace que prefiera leer buenos libros breves, para no perderme ese mundo que con prisa corre a mi lado, mientras permanezco sentado, extasiado, impávido y solo (aunque no íngrimo), sumergido en otras realidades. Siguen a la espera, eso sí, muchos libros de más de mil páginas, como la novela 2666 de Roberto Bolaño, que por la crítica recibida se trata de una gran obra.
rigilo99@gmail.com