Aquí, entre nos

Por. Ricardo Gil Otaiza

Nunca me he considerado gran cosa (de hecho, no lo soy). Mi escritura, como toda obra humana, se balancea entre cimas y abismos, y ha terminado por ser del gusto de un puñado de amigos (no de todos, claro está). No formo parte del canon de ninguno de los géneros que he tocado, y no he sido parte del sanctasanctórum literario ni del tabernáculo, ni de la fila de los bendecidos de la literatura nacional. Braceo como un porfiado y a veces he logrado que mi voz fuera escuchada, pero nada para festejar. Hay demasiada medianía en el entorno y al no ser consuetudinario de los cafés, ni de los círculos herméticos de los iniciados: aquellos a los que en determinados momentos el “famoso” retratista nacional fotografió tras espejos, para que se le viera el rostro y le salpicara algo del halo beatífico de sus elegidos, los “representantes” de la literatura nacional me hicieron la cruz sin que mediara una excusa. Tanto es así, que un buen día me topé con uno de los autoconsagrados y le obsequié uno de mis libros (que acababa de salir de la imprenta), y con el desdén propio de los imbéciles, sin siquiera mirarlo, me dijo sin rubor y con un rictus de impostura: “como soy el mejor escritor del país, pues no leo a los demás”.

En ese medio me he movido, muchas veces con la nariz tapada para no percatarme de la fetidez del entorno. A lo largo de varias décadas he caminado en territorios minados, cuidando cada paso, midiendo milimétricamente mis palabras para no encender aún más el leño. Siendo un joven escritor llegué a pensar (y escribir), tal vez contaminado por las ideologías (de las que he huido con pavor), acerca del compromiso social del escritor, del impacto que su obra debe tener en la sociedad, de convertirse en la voz de los que no la tienen, de ser un interlocutor válido entre las facciones. El tiempo me ha convencido (y de esto son culpables autores como Borges, Monterroso, Faulkner, Kafka y algunos otros) que el único compromiso del escritor es con su obra, y es a ella a la que deberá ponerle todas sus emociones y su energía, independientemente de que su mundo marche con prisa hacia el abismo. Por supuesto, lo que acabo de escribir suena egoísta e inhumano, pero podría matizarlo diciendo que la obra es la primera prioridad del escritor, y luego su momento histórico. Claro, hay vasos comunicantes entre ambos (y deberá haberlos, lógicamente), pero hacer de los cuentos, las novelas, los ensayos y los poemas (ergo, de la obra) meros panfletos de denuncia social y de lucha política (muchas veces hipócritamente camuflados con el poder), es sencillamente aberrante. Y de esto tenemos casos emblemáticos en América Latina que no mencionaré, pero que el lector conoce de sobra.

No es fácil ser escritor en Venezuela. Aquí ha prevalecido el amiguismo, el ventajismo y el compadrazgo. Y si a esto aunamos la Crisis (con mayúscula) que se llevó por delante a la industria editorial (la local y la foránea), a la prensa, a las universidades y a la empresa privada (las librerías), y a toda la vida en sus diversos órdenes, pues el panorama se tiñe de gris. Obviamente, muchos de nuestros autores (comprometidos o no con el gobierno de turno) se marcharon, no aguantaron la mecha, buscaron otros horizontes y algunos de ellos nos miran desde sus nuevos destinos con cierta conmiseración y desdén. Otros se retractan de su pasado y se hacen los locos cuando algún curioso revisa los anales de la cultura y de la política de los últimos veinticuatro años, y halla las estupideces que firmaron y apoyaron en su momento, y con las que contribuyeron de manera sustantiva con el estado de cosas que hoy vivimos, y que finalmente los empujó a metamorfosearse como los camaleones.

A pesar de todo, aquí estoy, con mi compromiso con la palabra, a la que respeto y a la que me debo, intentando comunicar, haciendo de mis columnas una amalgama entre la opinión y la literatura, buscando con afán expresar lo que llevo dentro, que hasta ahora ha sido inagotable y si se quiere feroz. Sigo entregado a la creación literaria, leyendo y escribiendo como un poseso, atando hilos, tejiendo los sueños, esculpiendo en la página, cincelando cada palabra y cada frase como si en ello se me fuera la vida. Y se me va, qué duda cabe; me hago viejo y mañoso, reescribo sin cesar cada uno de mis libros, me reinvento a cada instante como quien muda de piel y se muestra al mundo con un nuevo ropaje.

La vida y sus circunstancias dirán cuál ha de ser mi destino. Aspiro llegar a ancianito con lucidez, escribiendo y publicando, y al lado de los que amo. No sé si tanta entrega traiga esto como recompensa. No obstante, he disfrutado y sufrido lo vivido: ambas cuestiones se mecen en el insondable vacío. Cada página leída y cada página escrita dicen de mí y de la materia de la que estoy hecho. No sé si algo quedará de las miles de páginas escritas (y atesoradas en libros) durante más de treinta años. Puede que nada quede; puede que algo brote y florezca como un portento. No dependerá ya de mí, porque la posteridad no existe, es una falsa promesa y una vana ilusión. Sé, eso sí, que no traicioné a mi voz interior, que le di rienda suelta a mi vocación y a mi espíritu, que trajiné el pensamiento y la escritura más allá de mis propias fuerzas; que fui honesto conmigo mismo y con los otros. Y eso me basta. Eso es suficiente.

Reciban un fuerte abrazo.

rigilo99@gmail.com